El 21 de julio de 1969, Buzz Aldrin bajó del módulo lunar del Apollo 11 y se unió a Neil Armstrong. Estaban solos, pero su presencia en la superficie gris de la luna, fue la culminación de un esfuerzo colectivo revolucionario.
Ocho años antes, en mayo de 1961, el presidente John F. Kennedy había pedido al Congreso de los Estados Unidos a “comprometerse a alcanzar la meta, antes de que termine esta década, de poner un hombre en la luna y regresarlo sano y salvo a la Tierra. La meta de Kennedy fue absurdamente ambiciosa.
La respuesta cínica, la más educada, es que Kennedy quería demostrar la superioridad de la cohetería norteamericana sobre la ingeniería soviética. Pero las palabras de Kennedy, hablando en Rice University en 1962, proporcionan un mejor indicio: “¿Pero por qué la luna, dicen algunos? ¿Por qué elegir esto como nuestra meta?... ¿Por qué escalar la montaña más alta?... Elegimos ir a la luna en esta década y hacer todo otro tipo de cosas, no porque sean fáciles, sino porque son difíciles, porque esa meta servirá para organizar y medir lo mejor de nuestras energías y habilidades…”.
Para los contemporáneos, el programa Apollo sucedió en el contexto de una larga serie de triunfos tecnológicos. La primera mitad del siglo produjo la línea de montaje y el avión, la penicilina y la vacuna contra la tuberculosis; en los años centrales del siglo, la polio estaba por ser erradicada, y en 1979 la viruela sería eliminada. La arrogancia de los adjetivos es perdonable: durante décadas, la tecnología había sido aumentar la velocidad máxima del desplazamiento humano. Durante la mayor parte de la historia, no pudimos ir más rápido que un caballo o un barco a vela; para la Primera Guerra Mundial, los coches y trenes pudieron impulsarnos a más de 100 kilómetros por hora. En 1961, se piloteó un cohete a más de 6.400 km/hora; en 1969, la tripulación del Apolo 10 voló a 40.000 km/hora.
Desde el vuelo del Apolo 17 en 1972, ningún ser humano ha vuelto a la luna ni nadie ha viajado más rápido que la tripulación del Apolo 10. El optimismo acerca de los poderes de la tecnología se evaporó, tanto como los grandes problemas que la gente imaginó que podía resolver; el hambre, la pobreza, la malaria, el cambio climático , el cáncer y las enfermedades de la vejez, parecen irremediablemente difíciles.
Cuando tenía cinco años, miré el despegue del Apolo 17. Vagamente sabía que era la última de las misiones a la luna, pero estaba completamente seguro de que, durante mi vida, habría colonias en Marte. ¿Qué pasó?
Explicaciones parroquiales
Que algo le pasó a la capacidad humana para resolver grandes problemas es una banalidad. Sin embargo, recientemente, la queja ha estado creciendo entre los inversores y emprendedores de Silicon Valley, aunque se expresa de manera diferente: dicen que hay una pausa en las verdaderas innovaciones; se lamentan de que los tecnólogos nos estén entreteniendo y de que se enriquezcan con juguetes frívolos.
La consigna del fondo de inversiones de riesgo Funders Fund, creado por Peter Thiel, cofundador de PayPal, es: ”Queríamos automóviles voladores y nos dieron 140 caracteres.”.
La opinión de Founders Fund es importante, ya que es el brazo inversor de lo que localmente se conoce como “Mafia de PayPal” (que incluye a Elon Musk, fundador de SpaceX y Tesla Motors, Reid Hoffman, presidente LinkedIn, y Keith Rabois, director de Square), la facción dominante en Silicon Valley, la zona de innovación tecnológica más importante del planeta.
Thiel es cáustico: el año pasado dijo en una entrevista que no consideraba al iPhone un gran avance tecnológico. “Compárelo con el programa Apolo”. La Internet “es una red ampliada, pero no una grande”. Twitter le da a 500 personas “empleo seguro para la próxima década”, pero “¿qué valor genera en la economía total?”, y así sucesivamente.
Max Levchin, otro cofundador de PayPal, dice: “Siento como que deberíamos tener objetivos más altos. Los fundadores de varias empresas con los que me encuentro no tienen la genuina intención de lograr nada realmente grande... Se consume una gran cantidad de esfuerzo que nunca se transformará en innovaciones significativas y disruptivas”.
Pero la explicación de por qué no hay innovaciones disruptivas en Silicon Valley es parroquial y reductiva: los mercados, y en particular los incentivos que el capital de riesgo da a los empresarios, son los culpables.
De acuerdo con el manifiesto de Founders Fund, “What Happened to the Future,?” (¿Qué le pasó al futuro?): “A finales de 1990, los capitales de riesgo comenzaron a reflejar un tipo de futuro diferente... las inversiones se alejaron de las empresas transformadoras hacia las empresas que resuelven problemas incrementales o incluso, falsos problemas... el capital de riesgo dejó de ser la fuente de financiación del futuro para convertirse en financista de prestaciones, aplicaciones e irrelevancias. …Las tecnologías informáticas y de comunicaciones avanzaron muchísimo (aunque Windows 2000 está muy lejos de Hal 9000) porque estaban bien financiadas. Pero mucho de lo que parecía futurista, hoy sigue siendo futurista; en parte debido a que estas tecnologías nunca recibieron un dinero en forma sostenida.”
Por supuesto, estos argumentos son ampliamente hipócritas. Los “capos” de PayPal hicieron sus fortunas en la oferta pública de acciones y en la adquisición de empresas que hacían cosas más o menos triviales. El último emprendimiento de Levchin fue, Slide, una inversión de Founders Fund que en 2010 fue adquirido por Google por alrededor de US$ 200 millones y cerró a principios del 2012. También desarrolló aplicaciones para Facebook.
Pero la verdadera dificultad con la explicación de Silicon Valley es que es insuficiente.
Es verdad que las ambiciones de las empresas iniciadas en los últimos 15 años (salvo Google) parecen irrisorias en comparación con las de compañías como Intel, Apple y Microsoft, fundadas desde los 1960s hasta finales de los 1970s. Pero la explicación mezcla “toda la tecnología” con las tecnologías que más les gusta a los capitalistas de riesgo: las tecnologías digitales. Incluso durante los años en los que el capital de riesgo arriesgaba más, preferían inversiones que requerían poco capital y ofrecían una salida a 8 o 10 años.
El negocio del capital de riesgo siempre tuvo problemas en invertir de manera rentable en tecnologías como la biotecnología y la energía, con grandes necesidades de capital y desarrollo incierto y prolongado. Los capitalistas de riesgo nunca financiaron el desarrollo de tecnologías destinadas a resolver grandes problemas y sin valor económico claro e inmediato.
La explicación de Silicon Valley también tiene esta falla: no nos dice que debe hacerse para alentar a los tecnólogos a resolver grandes problemas, más allá de pedir mejores inversiones a los capitalistas de riesgo.
Esta explicación parcial que nos obliga a preguntarnos: dejando a un lado la revolución de las computadoras personales, si una vez logramos grandes cosas, pero ya no, ¿qué fue lo que cambió?
Convengamos que el entrepreneurismo financiado con capital de riesgo es esencial para el desarrollo y la comercialización de las innovaciones tecnológicas. Pero, si por sí solo no puede resolver grandes problemas, entonces, tampoco puede frenar nuestra capacidad de acción conjunta a través de la tecnología.
Complejidades desobedientes
La respuesta es que estas cosas son complejas, y que no hay una explicación simple.
A veces optamos por no resolver grandes problemas tecnológicos. Podríamos viajar a Marte si lo hubiéramos deseado.
La NASA tiene el esquema de un plan. “El organismo sabe cómo podría enviar seres humanos a Marte y traerlos a casa. Sabemos cuáles son los retos. Sabemos que tecnologías y que sistemas se necesitan”, dice Bret Drake, el arquitecto jefe adjunto para el equipo de vuelos espaciales tripulados de la NASA. Como explica Drake, la misión duraría unos dos años, los astronautas podrían pasar 12 meses en tránsito y 500 días en la superficie, estudiando la geología del planeta y tratando de entender si alguna vez albergó vida. Sin decir lo mucho que la NASA no sabe: si podría protegerlos de los rayos cósmicos, o cómo descenderlos a salvo, alimentarlos y alojarlos.
Pero si la agencia recibiera más dinero o reasignara el gasto corriente y comenzara a trabajar ahora para resolver esos problemas, los seres humanos podrían caminar en Marte en algún momento de la década de 2030.
No lo haremos, porque hay (todos lo creen) cosas más útiles que hacer en la Tierra. Ir a Marte, como ir a la luna, respondería a una decisión política inspirada, o que fuera inspirada, por el apoyo de la ciudadanía. Pero casi nadie siente el “imperativo de explorar” de Buzz Aldrin.
A veces no somos capaces de resolver grandes problemas, porque nuestras instituciones han fracasado.
En 2010, menos del 2% del consumo mundial de energía se deriva de fuentes renovables avanzadas, como la eólica, la solar y los biocombustibles. (Las fuentes renovables de energía más comunes siguen siendo la energía hidroeléctrica y la quema de biomasa, es decir, madera y estiércol de vaca.)
La razón es económica: el gas natural y el carbón son más baratos que la energía solar y la eólica, y el petróleo es más barato que los biocombustibles.
Dado que el cambio climático es un problema real y urgente, y debido a que la causa principal del calentamiento global es el dióxido de carbono liberado como un subproducto de la quema de combustibles fósiles, necesitamos tecnologías de energía renovable que puedan competir en precio con el carbón, el gas natural y el petróleo. Por el momento, no existen.
Felizmente, los economistas, tecnólogos y empresarios coinciden en cuáles son las políticas nacionales y los tratados internacionales que estimularían el desarrollo y amplia utilización de tales alternativas.
Debe haber un aumento significativo de la inversión pública para la investigación sobre la energía y el desarrollo, que en EE.UU. cayó desde el 10% en 1979 al 2% por ciento del gasto total en I+D, o de sólo US$ 5.000 millones al año.
Debe existir un marco regulatorio para tratar las emisiones de dióxido de carbono como la contaminación, el establecimiento de límites máximos de cuánto pueden liberar las empresas contaminantes y las naciones.
Por último, y menos concreto, los expertos en energía están de acuerdo en que, incluso si hubiera una mayor inversión en investigación, todavía nos falta una cosa importante: las instalaciones para demostrar y probar las nuevas tecnologías energéticas. Este tipo de instalaciones suelen ser demasiado caras para que las construyan las empresas privadas. Pero sin una forma práctica de probarlas y optimizarlas, y sin medios para compartir los riesgos de su desarrollo, las fuentes alternativas de energía seguirán teniendo poco impacto en el consumo de energía, ya que cualquier nueva tecnología será, al principio, más cara que los combustibles fósiles.
Menos felizmente, no hay esperanza de que una política energética de EE.UU. o que los tratados internacionales reflejan este consenso intelectual.
De un lado, uno de los partidos políticos de EE.UU. se opone a las regulaciones industriales y duda que la humanidad esté causando el cambio climático. Por otro lado, los mercados emergentes de China e India no reducirán sus emisiones sin los beneficios de compensación que los países industrializados no pueden dar.
Sin tratados internacionales o políticas de EE.UU., probablemente no habrá otras fuentes de energía competitivas en el futuro próximo, salvo que ocurra un milagro.
A veces, grandes problemas que parecían ser tecnológicos, resultan no serlo tanto y podrían resolverse por otros medios. Hasta hace poco, se pensaba que las hambrunas eran causadas por fallas en el suministro de alimentos (y su solución era aumentar el tamaño y la fiabilidad del suministro, a través de nuevas tecnologías agrícolas o industriales). Sin embargo, Amartya Sen, premio Nobel de Economía, ha demostrado que las hambrunas son crisis políticas que afectan catastróficamente la distribución de alimentos. (Sen, de niño, fue testigo de la hambruna de Bengala de 1943: 3 millones de personas murieron innecesariamente cuando, el acaparamiento, la especulación de precios y los controles del gobierno colonial en tiempos de guerra, provocaron el aumento del precio de los alimentos. Sen demostró que la producción de alimentos en los años de hambruna fue, en realidad, mayor).
La tecnología puede mejorar los rendimientos de los cultivos o los sistemas de almacenamiento y transporte de los alimentos; y la mejor respuesta de las naciones y ONGs reduce la cantidad y gravedad de las hambrunas. Pero se seguirán produciendo porque siempre habrá malos gobiernos.
Sin embargo, es muy seductora la esperanza de que un problema arraigado con costos sociales debería tener una solución tecnológica; tanto es así, que es inevitable no tener una decepción con la tecnología.
El paludismo, que la OMS estima que en 2010 afectaba a 216 millones de personas, se ha resistido a las soluciones tecnológicas: los mosquitos infecciosos están por todos lados en los trópicos, los tratamientos son caros, y los pobres son un tremendo mercado para las drogas. Las soluciones más eficaces para la malaria resultan ser simples: eliminar el agua estancada, drenar los pantanos, distribuir mosquiteros y, sobre todo, aumentar la prosperidad de la gente.
Pero eso no impidió que tecnólogos como Bill Gates y Nathan Myhrvold de Microsoft, financiaran la investigación de vacunas recombinantes, mosquitos genéticamente modificados e incluso láseres para eliminar mosquitos. Estas ideas pueden ser ingeniosas, pero todas sufren la vanidad de imponer una solución tecnológica para lo que es un problema de pobreza.
Por último, a veces los grandes problemas eluden cualquier solución porque no los entendemos muy bien.
Los primeros éxitos de la biotecnología en la década de 1970 eran sencillos: avances en la fabricación, en los que bacterias recombinantes E. coli eran inducidas a producir versiones sintéticas de la insulina o de la hormona del crecimiento humano. Sin embargo, los siguientes avances en biomedicina fueron más difíciles de lograr, porque tuvimos problemas en comprender la biología fundamental de muchas enfermedades.
El presidente de EE.UU. Richard Nixon declaró la guerra contra el cáncer en 1971, pero pronto descubrimos que había muchos tipos de cáncer, la mayoría de ellos diabólicamente resistentes al tratamiento. Fue solo en la última década, al secuenciar los genomas de diferentes tipos de cáncer y entender cómo sus mutaciones se expresan en diferentes pacientes, cuando las terapias efectivas y focalizadas empezaron a parecen viables.
O pensemos en la “plaga de demencia”. A medida que las poblaciones de las naciones industrializadas envejecen, se está convirtiendo en el problema de salud más apremiante. Sin embargo, entendemos muy poco acerca de la demencia y no tiene tratamientos eficaces.
Los problemas difíciles son difíciles.
Qué hacer
No es cierto que no podemos resolver grandes problemas a través de la tecnología; podemos hacerlo. Debemos hacerlo. Sin embargo, todos estos elementos deben estar presentes: a los líderes políticos y a los ciudadanos nos debe interesar la solución del problema, nuestras instituciones deben apoyar su solución, debe ser realmente un problema tecnológico, y debemos entender el problema.
El programa Apollo, que se ha convertido en una metáfora de la capacidad de la tecnología para resolver grandes problemas, cumplió con estos criterios, pero es un modelo irrepetible para el futuro. No estamos en 1961: no hay contexto histórico similar al de la Guerra Fría, no hay ningún político que pueda transformar lo difícil y peligroso en heroico, y no la fe popular en una mitología científica-ficcional como la exploración del sistema solar. Ir a la luna fue fácil; estaba solo a tres días de distancia. Incluso podría decirse que ni siquiera estábamos resolviendo un gran problema. Las soluciones del futuro serán muy difíciles de alcanzar.
No nos faltan desafíos. Mil millones de personas quieren electricidad, millones carecen de agua potable, el clima está cambiando, las industrias manufactureras son ineficientes, el tránsito colapsa las ciudades, la educación es un lujo, y la demencia o el cáncer no atacarán a casi todos si vivimos lo suficiente. Hay problemas, pero también hay tecnólogos infatigables que se niegan a dejar de resolverlos.
En: MIT Technology Review, octubre de 2012
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